domingo, 23 de diciembre de 2012

Otoño

Y que de repente su mano fuerte y áspera, pero a la vez la más delicada que mi piel haya podido tocar, se posó en mi cintura. Mis oídos intentaban descifrar los susurros que salían de sus labios. Palabras enrevesadas y confusas que dejaban al aire entre letra y letra lo mucho que me quería. De fondo se escuchaba un televisor, cual hubiera dado lo que fuera por que se apagase en ese mismo instante para escuchar con claridad lo que su boca pronunciaba. Los árboles de la calle dejaban caer hojas que acompañaban a la estación del año en la que estábamos. Las sábanas poco a poco se caían al suelo por el roce con nuestras piernas. Su mano seguía en mi cintura. Sus ojos se clavaban en los míos como si fueran alfileres. Mi boca no podía pronunciar una letra, mis manos seguían intactas, en el mismo sitio en el que estaban hacía diez minutos, una tocaba su nuca y la otra cogía la mano que le quedaba libre con tanta fuerza que mis dedos empezaban a entumecerse. Quizás llegaba el momento que tanto habíamos esperado. Mi mano notaba como su nuca se movía  lentamente hacia adelante, mis ojos se cerraron esperando aquello que tanto deseaba. Y de repente noté sus cálidos labios chocando contra los míos, fríos como cubitos de los nervios de tenerle a un milímetro de mi. El televisor ya no se escuchaba, ya no caían hojas. Me sentía feliz. Como antes nunca lo había sido. Me sentía viva. Como si antes de él realmente no hubiera vivido.

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